domingo, 17 de enero de 2021

Los Hombres Rojos

 Los hombres rojos


La invasión de los hombres rojos comenzó sin previo aviso. La mañana que ellos llegaron era imposible creer que nuestras vidas cambiarían para siempre; lo recuerdo cada rojo amanecer. Era un día cualquiera, iba camino a la universidad en el tren, revisaba mi teléfono y le escribía a Tinny para quedarnos juntos en el departamento de un amigo.

 

Al llegar a la universidad  encendí un cigarrillo como siempre, saludé a mis amigos y ya planeábamos cómo copiarnos en el examen de historia que tendríamos más tarde. Había una chica despidiendo a su novio de cincuenta años. Uno de mis amigos estaba sobreviviendo de su resaca y se hacían apuestas sobre quién sería el primero en llorar durante los estudios para los finales del otro mes. Lo normal en el día a día del universitario. La mañana transcurrió normal, después del examen y de que Tinny me dijera que sí, algunos de mis amigos quisimos ir al centro a comprar unas cosas… Hoy en día no saben cuánto me arrepiento de eso.

 

Nosotros no éramos soldados, ni súper humanos con habilidades increíbles, solo formábamos un grupo de veinteañeros a los que les gustaba el ron y que aspiraban tener una oficina propia con esa típica foto de graduación donde al menos uno estaba ebrio... pero ya nada de eso será posible.

 

La interferencia en la señal comenzó poco antes de la apertura de los portales. Mucho después me enteré de que fue así en todo el mundo. Hablaba con Tinny. Le preguntaba dónde estaba y la llamada comenzó a fallar sin verdadera razón. Cuando sentí que vibraba la tierra mi teléfono se quedó en negro y seguido a eso algo similar a una explosión arrojó a todos los que estábamos cerca al piso. Una gran onda expansiva se desató y tras ella los televisores explotaron,  los autos se apagaron y todo circuito electrónico se volvió totalmente inservible. No sabía qué pasaba en el resto del mundo, ni me importaba realmente, pero en el momento cuando el humo se despejó pude ver que, donde antes había un puesto de churros, se encontraba un portal de al menos tres metros de alto y cuatro de ancho que flotaba cerca del suelo.

 




Yo estaba congelado. No entendía qué pasaba pero Adrián siempre fue alguien curioso, fue el primero en levantarse y uno de los muchos curiosos que se acercaron a ese portal. Aún recuerdo cómo su cabello se desordenaba por el viento que salía de él. También recuerdo el momento cuando los primeros hombres rojos salieron de ese portal. Salieron en estampida, sin miramientos a lo que tenían en frente. Eran del tamaño de una persona normal, su piel era de diferentes tonos de rojo y se vestían con armaduras de hierro y cuero. Lo más sorprendente eran las armas que portaban. No puedo pasar una noche sin pensar en el momento que uno de ellos arrojó su lanza y acabó en el pecho de Adrián. Su cara llena de sorpresa y dolor, la velocidad con la que esos malditos comenzaron a matar sin piedad y que mis piernas solo valieron para correr.

 

Mis amigos y yo huimos como pudimos de la matanza que se estaba formando en la plaza. La última vez que volteé pude ver que ya no salían solo esos hombres rojos, sino otros más grandes y amarillos, junto a otros hombres rojos montando criaturas de cuatro patas, con el tamaño de un caballo y la cara de una hiena. María quiso ir con el policía más cercano y éste saco su pistola sin pensarlo, apuntó al hombre rojo más cercano y cuando disparó, entendí que no solo los aparatos eléctricos ya no funcionaban, sino que las armas de fuego también eran historia… Tanto ella como el policía fueron atravesados por espadas y hachas antes de que pudiéramos hacer algo. Corrimos todo lo que pudimos, nos alejamos todo lo posible de la plaza y después de atravesar un parque que daba a los barrios, me di cuenta de que esto era más grande de lo que pensaba ya que había hombres rojos y obreros enfrentándose en la construcción. Pude ver cómo a uno de esos malditos seres le aplastaban la cabeza con un martillo.






Entre tantas cosas que pude notar fue el hecho de que mientras los hombres de la plaza tenían armaduras y sus colores eran más opacos, éstos de aquí tenían un brillo mas notorio en su piel y sus armaduras parecían de cuero delgado; además, no eran tan buenos usando esas armas como los de antes… No nos quedamos a ver cómo terminaba ese horrible enfrentamiento. Recuerdo que vomité, que Ana volvió a llorar y que Richard dijo “mi papá trabaja ahí” antes de salir corriendo hacia esa construcción. No me siento orgulloso pero ni lo detuvimos ni fuimos tras él. Los próximos seis días nos fuimos separando, cada quien fue hacia donde pensó que le iría mejor o con su familia. Yo salí de la ciudad para buscar a mis padres, después de ver cómo una sociedad moderna se derrumbaba a mi alrededor y el cómo esos hombres rojos se hacían con el control de todo, mataban a muchos y a los que dejaban vivir los volvían esclavos. No hablaban español pero tenían unos pequeños hombres azules que sí entendían nuestro idioma.

 

La llegada a mi barrio fue una bienvenida llena de sangre y muerte. Me perseguían varios de esos hombres rojos por las calles que tanto conocía y pensé que era mi fin, hasta que al cruzar una esquina un brazo me atrapó y lo siguiente que supe era que esos hombres eran atravesados por vigas de hierro afiladas. Quien me había tomado era un antiguo conocido que tenía varias cuadras siguiéndome la pista y mientras me guiaba entre las casas del barrio me explicaba que las diferentes pandillas, la policía y los honrados vecinos que teníamos al fin habían hecho un tregua para mantener a esos hombres lejos de los civiles indefensos. Las relaciones eran tensas pero… funcionales por el momento. Llegamos a mi barrio, donde mis salvadores también iban llegando con las armas y armaduras que habían recolectado de los hombres rojos eliminados. “Botín de guerra”, pensé. Vi a la mujer que siempre tomaba café con mi mamá en las tardes, cosiendo el lateral del chico que antes robaba carteras en la avenida y al policía que me detuvo una vez por conducir rápido tomando la mano de mi antiguo profesor de química para acompañarlo mientras las heridas terminaban de matarlo.

 



Cuando encontré a la señora Buitrado no le pregunté por su esposo o por su jardín, sino que la abordé para pedirle información sobre mis padres y mi hermana. Ella entregó a su pequeña hija  a los brazos de su hermana y me pidió que la siguiera. Su voz sonaba apagada y distante mientras me contaba… “Desde el primer día esos hombres mataron sin piedad, pero, tú sabes que estos barrios jamás han sido fáciles de domar para nadie y a ellos tampoco se les iba a dejar fácil. Aunque las armas de fuego no funcionaban, nuestros machetes, palas, fierros y hasta los cuchillos de cocina sí que lo hacían… Y funcionaban bien. Ellos no lo tomaron bien, y aunque han tratado de venir y tomar estos barrios, siempre regresan a su base heridos y maltrechos los muy malditos. Solo una vez, hace dos días, pudieron entrar y llevarse a muchas personas, entre ellos a tus padres y hermana… Los pusieron ahí para burlarse de nosotros, hijo. No pudimos hacer nada y ellos lo hicieron solo para hacernos sentir menos”. No entendía lo que me decía, pero mis ojos me dieron la respuesta antes de preguntar.

Había una parte del barrio desde la que podías ver la antigua escuela de artes, la cual daba espacio a un gran campo donde antes se hacían actividades para la gente de aquí… Ahora en ese campo había más de cien personas atravesadas por estacas clavadas en el suelo. No tenía que ser un genio para saber que ahí estaban mis padres, mi hermana, mis vecinos y muchos otros. Mis piernas temblaban y no me sostuvieron más. Las lágrimas salieron solas y los sollozos no pararon por un buen rato. La señora Buitrago se quedó allí parada, en silencio, mirándome no con lastima sino con comprensión en los ojos. Cuando parte de mí sintió calma, me abrazó y me dijo “Nos han quitado todo, hijo; nuestro estilo de vida, nuestros amigos, nuestra familia… Ahora quieren nuestras vidas y no lo vamos a permitir.  Vamos a luchar con todo lo que nuestras manos puedan usar y no quiero saber que llegues a sentir compasión alguna vez por ellos. No la merecen”.


 


Jamás pensé que esa mujer tan amable podría decir cosas como aquellas pero, al mismo tiempo ya nada era como la vida que solía conocer. Han pasado seis meses desde ese atardecer, he visto morir a muchas personas que solia conocer, también he arrebatado vidas de hombres rojos, azules y no he sentido compasión ni una sola vez desde el dia que decidí tomar una espada. Hoy esos malditos están patrullando fuera del campo de prisioneros y nosotros seremos la distracción, haremos ruido y acabaremos con todos los que podamos mientras el otro equipo rescata a los prisioneros. Logramos recuperar unas cuantas bombas de humo y ahora uso un traje de protección para defenderme, un escudo y una espada corta que siempre me acompañan. Los hombres de Dalton arrojan las bombas de humo y en ese momento es que yo avanzamos hacia ellos, hacia los hombres rojos hacia… El enemigo.

 

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